06 octubre 2021

Una preciosa conversión

Un hombre de cuarenta y siete años, devorado por una sórdida avaricia, se contagia de sarampión. Solicita un lugar entre los pobres de un hospital. Pronto la religiosa encargada de la sala donde se encuentra, lo visita y le pregunta si es buen cristiano.

– Poco importa, contesta con rudeza, con tal que sea un hombre honesto. – Pero ser un hombre honesto no basta para ir al cielo.– Yo asisto a Misa todos los domingos. – Hace falta más aún; un buen cristiano tiene otros deberes.

El enfermo, molesto por esta conversación, se vuelve del lado de la pared y permanece mudo. La religiosa se retira, y como no hay indicios de estado grave, decide esperar una ocasión mejor. Hasta difiere el regalarle una medalla de san José, aunque este pensamiento le viene varias veces a la mente.

Sin embargo, el estado del enfermo se agrava, la fiebre sube, queda afectado el pecho. El capellán acude, y se esfuerza por inspirar sentimientos cristianos en ese pobre hombre. El desdichado responde con groserías a sus expresiones caritativas y vomita toda clase de invectivas contra los sacerdotes. La religiosa encargada de la sala de los hombres encomienda ese pecador a san José y logra, si bien no sin esfuerzo, ponerle su medalla al cuello. Pronto el moribundo, feliz de poseer este objeto de piedad, pide conservarlo siempre y hasta llevarlo consigo si un día tiene que salir del hospital. Desde ese instante una transformación se opera en él. A esa rudeza que lo hacía inabordable, la sustituyen modales respetuosos; y cuando de nuevo le hablan de confesión, no opone ninguna resistencia y se confiesa con los sentimientos del más vivo arrepentimiento.

– iOh!, mi buena hermana, decía a la religiosa que lo cuidaba, después de su entrevista con el capellán. ¡Qué feliz soy! Esta vez, he confesado todos mis pecados; me ha costado mucho, es cierto, pero no he pagado demasiado caro la alegría que siento. ¡Cuánto me arrepiento de haber cumplido tan mal mis deberes en el pasado! Si sano, con la protección de san José, viviré de modo muy distinto.

La enfermedad avanzaba rápidamente; se creyó necesario darle los sacramentos, que recibió con las disposiciones más consoladoras. Hasta el final de su vida, edificó a sus allegados por sus sentimientos verdaderamente cristianos. «Morir después de haber hecho tanto mal y tan poco bien; es terrible», decía. Media hora antes de entregar su alma a Dios, tenía aún todo su conocimiento y repetía con un acento que emocionaba a los que lo rodeaban: «¡Dios mío, tened misericordia de mí!... ¡Santa María, rogad por mí, pobre pecador!... ¡San José, ayudadme a bien morir!». Y expiró sin agonía.

(del libro "Id a José" de la Abadía San José de Clairval: https://www.clairval.com/index.php/es/)