10 febrero 2021

Tú insiste... que san José insistirá por ti...

En la noche del 2 de enero de 1885, un anciano se presentó en casa de un sacerdote para pedirle que fuera a ver a una mujer agonizante, e indicarle la dirección a la cual quería llevarlo.

La calle indicada tenía mala fama, el anciano era un desconocido, la noche avanzaba, se podía temer una trampa y el sacerdote dudaba; pero el anciano le urgió encarecidamente.

-Tiene que ir sin tardar, se trata de administrar los sacramentos a una pobre anciana moribunda.

Ante un deber sagrado, el sacerdote dejó de dudar y siguió al mensajero. La noche glacial, pero el anciano parecía no darse cuenta de ello. Iba delante y decía al sacerdote para tranquilizarlo:

-Yo lo esperaré en la puerta.

Esa puerta delante de la cual se detuvo era una de las casas más miserables del barrio, y el sacerdote que llevaba el Santísimo Sacramento, tuvo de nuevo un movimiento de aprensión; pero, pensando que Nuestro Señor vino para salvar a los pecadores, siguiendo la indicación del guía, tocó vigorosamente la campanilla. Ninguna respuesta.

Llamó varias veces y se produjo el mismo silencio. El fano se mantenía a cierta distancia y el sacerdote le dijo finalmente:

-Ya ve que es inútil, no vienen a abrirme...

-Déjeme llamar, respondió el misterioso personaje adelantándose, mientras que el ministro de Dios retrocedía un poco, y tan pronto como la puerta se abra, entre rápidamente, suba hasta tal piso, abra la habitación del fondo y allí encontrará a la agonizante.

Estas singulares palabras estaban dichas con tanta autoridad que su interlocutor no puso ninguna objeción. El ancianos golpeó de una manera extraña, la puerta se abrió inmediatamente y el sacerdote, sin dudar esta vez, entró, subió, abrió la habitación indicada y se encontró frente a una mujer extendida en su lecho de dolor y que, en su abandono, repetía en medio de gemidos:

-¡Un sacerdote! ¡Un sacerdote! ¡Me voy a morir así sin sacerdote!

El ministro de Dios se acercó:

-Hija mía, aquí hay un sacerdote.

Pero ella no quería creerlo.

-¡No! exclamó, nadie, en esta casa, querría buscarme un sacerdote.

-Hija mía, un anciano me llamó para que viniera.

-Yo no conozco a ningún anciano, respondió la agonizante.

Sin embargo, el sacerdote logró poco a poco convencerla que él era el ministro de Dios que ella llamaba, y le ofreció los sacramentos.

Entonces, se acusó de los pecados de su larga vida de pecadora, que pesaban gravemente sobre su conciencia y manifestó una contrición tan viva que el sacerdote, sorprendido de encontrar tanta fe en una persona tan separada de Dios, le preguntó si había observado alguna práctica de devoción.

-Ninguna, dijo, salvo una oración que recitaba todos los días a san José para obtener una buena muerte.

El sacerdote preparó todas las cosas para los últimos sacramentos y durante ese tiempo varias personas entraron en la habitación y salieron de ella sin parecer darse cuenta de lo que allí ocurría.

El ministro de Dios dio a la pecadora arrepentida el Santo Viático que había traído, así como la Unción de los enfermos, y no la dejó hasta que, llena de paz, entregó su alma purificada en las manos de Jesucristo.

Volvía a reinar la misma soledad en aquel lugar; el sacerdote volvió a la puerta y a su casa sin encontrar a nadie; pero, reflexionando sobre el acontecimiento de esa noche, sobre el ministerio consolador que había ejercido, sintió nacer en su corazón la convicción de que el caritativo anciano no era otro que el glorioso y misericordioso San José, patrono de la buena muerte.

(del libro "Id a José" de la Abadía San José de Clairval: https://www.clairval.com/index.php/es/)