A finales del siglo XIX, el padre Juan, Abad de la Abadía de Fontfroide (Francia), fue testigo de un favor particular, concedido por san José a un alma que tenía la costumbre de invocarlo. He aquí cómo cuenta el hecho:
«Durante mi estancia en la abadía de Sénanque, me paseaba un atardecer, en contra de mi costumbre, por un prado cercano a la puerta de la entrada. El hermano portero se acercó:
-Un señor pregunta por Usted.
-¿Por mí ?... ¿Me conoce?
-Sí, sin duda, lo ha visto y lo ha señalado.
Voy a su encuentro. Era un hombre apuesto, bien vestido, de modales distinguidos, pero parecía muy turbado. A pocos pasos de él, pastaba un soberbio caballo negro, el más hermoso que yo había visto en mi vida. ¡Oh! ¡Qué hermoso animal!
-Señor, me dice el visitante, yo no lo conozco a Ud. Le he visto de lejos y lo he hecho llamar. Mi caballo me llevó por las rocas y se ha detenido delante de su puerta. ¿Dónde estoy? ¿Qué casa es esta? ¿Una de campo?
-No, un monasterio.
-No he visto nunca un monasterio. Y ¿por qué va usted vestido de blanco y negro como un payaso?
-Es el hábito de nuestra Orden. Pero, dígame ¿quién es usted?
-Soy el director del circo imperial de Lyon.
-¿Y está arruinado?
-No, tengo una fortuna de un millón por lo menos: mis negocios van de maravilla. Tengo bajo mis órdenes un personal numeroso, pero estoy atormentado por la idea de suicidarme.
Yo lo tomé del razo y le dije sonriendo:
-No, usted no irá a tirarse al río, el agua está demasiado fría. Le cuidaremos su caballo. Me contará su historia y luego decidiremos.
Yo lo tomé del brazo y le dije sonriendo:
-No, usted no irá a tirarse al río, el agua está demasiado fría. Le cuidaremos su caballo. Me contará su historia y luego decidiremos.
El singular personaje empezó enseguida este relato extraordinario:
Yo nunca conocí a mi padre. A los 7 años perdí a mi madre. Murió un atardecer. Una procesión se la llevó. Primero llegó a la casa un cura con unos niños vestidos de rojo, solideo, cinturón y vestido rojo con una especie de camisa de encaje encima.
Eso me impresionó. Más tarde me dijeron que era para llevar la primera comunión a mi madre. Después de su muerte, cogí el poco dinero que encontré en casa y me fui a un circo vecino. Estaba completamente solo, no tenía ni parientes ni amigos. Le pregunté al dueño del circo si me aceptaba.
-Eres demasiado joven. Dile a tu padre...
-No tengo.
-A tu madre...
-La hemos enterrado hoy.
-¿Dónde vives?
Se lo dije.
-Regresa mañana, ya veremos.
Regresé: me admitió; formé parte de su compañía. Me trató siempre como a un hijo suyo y al morir me dejó su circo. Anduve por todas partes; gané mucho dinero. Pero desde hace un tiempo no sé lo que me pasa: me siento desgraciado, me quiero ahogar.
-¿Tiene fe?
-No sé lo que es.
-¿Cree en Dios?
-Sí, vagamente; pero no sé tampoco lo que es.
-¿Sabe hacer la señal de la cruz?
-Mi madre la hacía y me la mandaba hacer. No la hice más desde entonces. Ella me enseñó también una oración que me hacía recitar todos los días. Se la voy a decir. Y me recitó la oración: Dios te salve, José…
-¿Usted la dice algunas veces?
-Nunca dejé de decirla cada noche antes del descanso.
-¿Sabe usted quién es san José?
-No.
-¿Y por qué es usted desdichado?
-No sé. El aburrimiento se apoderó de mí, el disgusto de todo, últimamente de la vida misma. Llevé mi caballo a orillas del Ródano; pero saltó hacia atrás y escapó. Por primera vez en mi vida no he sido dueño de mi animal.
-¡Muy bien! Es la Providencia la que lo guio hasta aquí.
-¿Qué es la Providencia?
-Es la mano de Dios hecha sensible. Es ella la que lo condujo aquí, porque Dios quiere salvarlo. Usted fue bautizado; él no quiere dejarlo morir como un pagano. No es en el Ródano, es en las aguas de la gracia donde tiene que sumergirse. Trabajaremos juntos en eso. Nunca bajo al jardín a esta hora. Inspirándome venir allí, el Maestro bueno me envió hacia usted. Lo compadezco con toda mi alma; permítame abrazarlo.
Lo abracé con efusión; él se sintió conmovido.
-Usted cenará con nosotros esta noche, agregué. Dormirá sobre el duro suelo, y mañana, en vez de regresar, pasará la jornada aquí.
Se quedó no solo el día siguiente, sino tres días enteros. Lo instruí sobre las verdades fundamentales. Era muy inteligente y Dios le había mostrado que ni los placeres, ni la fortuna dan la felicidad. Se confesó y comulgó. Nos despedimos muy a su pesar. Regresó a Avignon totalmente transformado, ordenó sus negocios, vendió su circo, distribuyó dinero a los pobres y se hizo religioso. Algunos años más tarde, se sintió aquejado de fiebres altas, y murió como un santo, joven aún y desconocido.
Vean, agregaba el buen padre abad, lo que le vale a un alma la protección de san José. Fue fiel a la oración, incluso sin comprender lo que decía, ni saber a quién se dirigía. Por eso recibió su recompensa».
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