ESA ES MI PAZ Y MI FELICIDAD, Y NO NECESITO OTRA
Fui educado en un colegio católico aunque en mi familia nunca
hemos sido demasiado “de Iglesia”. Tras 11 años en dicho colegio, donde recibí
una buena educación a todos los niveles y una fuerte devoción a María, fui a un
instituto público a cursar COU y, después, estudié Dirección de Marketing y un
master en Gestión de Grandes Superficies Comerciales. Comencé a trabajar y me
fue más o menos bien. El trabajo me reafirmaba y el dinero que ganaba me
permitía “vivir a todo tren”, gastando tanto como tenía. Era un chico normal
con una vida normal, según la norma habitual de la sociedad de entonces.
Durante la adolescencia y primera juventud me dediqué al deporte
tanto como después a mi trabajo. Con mi familia nunca fui suficientemente
dedicado ni agradecido, ni mucho menos. El balonmano y el gimnasio eran mi
pasión. Junto con ello, mis amigos y salir a todas horas eran el motor de mis
afectos y lo que llenaba mi tiempo… aunque siempre tenía un “runrún” por dentro
que me llevaba, de vez en cuando, a tener “venazos místicos” (como yo los
llamaba) en los que trataba de cambiarlo todo para volver a Dios y a la
Iglesia. Duraban poco. El rostro de Dios que conocía me llamaba pero ni me
llenaba ni me hacía sentir ilusión alguna.
En un viaje de empresa tuve un accidente de tráfico. La compañera
de trabajo que viajaba conmigo falleció, yo quede en coma y desangrándome sobre
el asfalto. La rapidez de la Cruz Roja fue la primera que me salvó la vida.
Tras quince días en Albacete, pues mi estado de gravedad no permitía mi traslado,
fui trasladado a un hospital de Coslada, de la mutua sanitaria de mi empresa.
Allí recobré conciencia de mí mismo y de lo roto que me había quedado. Una
fractura abierta de fémur, esa rodilla inmóvil, un pulmón desplazado, un hombro
medio inútil… un cuadro y lleno de puntos… suspensivos.
Sujeto a una silla de ruedas comencé la rehabilitación, la cual me
tuvo como fiel visitante durante casi dos años. Uno de los días, camino de mi
tarea cotidiana con los fisios, sentí un fuerte impulso hacia la capilla.
Pasaba todos los días junto a ella y no había reparado en su existencia, hasta
ese momento. Entré y sentí una paz y un silencio interior como no conocía. Recé
alguna cosa, “porque es lo que se hace en una capilla”, y me fui a
rehabilitación dándole a los aros de mi silla de ruedas. La visita a la capilla
se hizo, desde entonces, cotidiana.
Un mes después, ya en casa de mis padres, seguía con mi rutina de
rehabilitación diaria en el hospital de Coslada. Pasados tres o cuatro meses,
cuando ya me manejaba con las muletas, comencé a frecuentar la basílica de San
Francisco el Grande porque mi hermana era miembro de la Jufra (Juventud
Franciscana). Fui allí porque quería más de aquello que recibía en la capilla
del hospital, pero no quería que nadie forzara mi ritmo ni me hiciera dar pasos
hacia ningún lugar y por eso mantenía las distancias, claras y firmes.
Los franciscanos seglares me acogieron con afecto y gratuidad,
respetando siempre mis reticencias y excusas para no dar más de un paso cada
vez y no darlo hasta que yo quisiera. Eso relajó mis barreras. Lo definitivo no
fue conocer a San Francisco de Asís sino a Dios a través de los ojos de San
Francisco. Ese descubrimiento me fascinó, me sedujo e hizo que ya no marcara yo
el ritmo de mi caminar sino Alguien otro que me hacía ver con tanta claridad lo
que tenía que hacer en cada momento que nunca me planteé hacer cosa alguna más
que lo que me era sugerido en la conciencia y en el corazón.
Tras poco más de un año de frenética carrera, habiendo descubierto
la vivencia de la Eucaristía, su natural consecuencia en la pertenencia
agradecida a mi fraternidad seglar franciscana y en la atención a pobres y
enfermos de un par de hospitales de los que me hice visitador, tras descubrir
la necesidad de oración y discernimiento en todo ello, sentí un fuerte deseo
indefinido, un deseo nuevo no de hacer más sino de ser otra cosa. Orar,
preguntarme, sorprenderme con la respuesta que discernía… y en un mes tomé la
decisión de entrar en la fraternidad franciscana de los Frailes Menores, así,
sin previo aviso, sin más dilación. Mi sorpresa era tan grande como mi
entusiasmo. En mi entorno familiar y de amistad compartían mi sorpresa pero no
mi entusiasmo, pero la decisión estaba tomada porque no podía yo pensar que fuera
posible hacer otra cosa que dar ese nuevo paso.
Veinte años después sigo viviéndolo todo como entonces: con
oración, discernimiento, sorpresa, entusiasmo y con una gran claridad a la hora
de tratar de llevar a la vida el fruto de todo ello. No siempre es fácil, a menudo
no llego, frecuentemente esa claridad y pasión son una fuente de problemas y
desencuentros, pero yo no puedo dejar de intentar vivir así porque no concibo
otra forma de vivir la fe que desde el constante intento de poner por obra lo
que se atisba como voluntad de Dios. Esa es mi paz y mi felicidad, y no
necesito otra.
Canción: Servidores sed.
Autor: Agustín Sánchez
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